La vieja guerra naval en el Mediterráneo y la que se alumbraba en el Atlántico tenían pocos puntos en común, más allá de que ambas se desarrollaban sobre el agua. Ni los barcos, ni las tácticas, ni siquiera el viento eran los mismos. Don Álvaro de Bazán, un veterano de la mayor batalla en el Mediterráneo, la de Lepanto, tuvo que aprender sobre la marcha estas lecciones, porque del mejor almirante castellano, «el invicto», se esperaba que se adaptara a los tiempos incluso cuando no había nada escrito.
Los resistentes buques atlánticos, diseñados para cruzar el océano con la única ayuda del viento, permitían una nueva forma de hacer la guerra donde el abordaje entre embarcaciones solo era el último recurso. La incorporación al Imperio español de una de las flotas atlánticas más temidas, la portuguesa, dio el pistoletazo de salida para España a esta innovadora forma de guerrear. No obstante, hacerse con el país vecino no fue una tarea fácil para Felipe II, que años después presumiría de que «el reino de Portugal lo heredé, lo compré y lo conquisté».
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